Esteganografía retro para torpes

Ocultando cositas

Ocultando cositas

La esteganografía (del griego steganos, que significa cubierto u oculto, y graphos, que significa escritura) es una disciplina que estudia y aplica técnicas de ocultación de mensajes dentro de otros mensajes o contenedores. Esta materia permite esconder información clasificada o valiosa en el interior de un portador aparentemente inofensivo y de nulo valor. No es criptografía, pero se le parece.

En la antigua Grecia se comenzaron a utilizar técnicas esteganográficas para encubrir mensajes. Una de ellas, que ha llegado a conocerse en la actualidad, suponía el raspado de la cera que cubría una tablilla para escribir el texto en la propia madera. Posteriormente, se recubría de nuevo con cera para ocultar el escrito. El receptor sólo había de eliminar la cera protectora para acceder al mensaje.

Otra técnica helena consistía en el rasurado de la cabeza de esclavos en las que se tatuaba el contenido de la nota importante. Después, sólo se debía esperar a que creciera de nuevo el cabello para enviar al portador al destino del mensaje. Intercepciones en el camino nunca podrían sospechar que aquel esclavo portaba un recado de vital importancia.

Durante la Segunda Guerra Mundial, se usaron diversas técnicas para esconder mensajes. Una de ellas fue la utilización de código morse oculto en las letras de un escrito aparentemente sin importancia. La letras i y j hacían las veces de punto, y las letras t y f de raya. También se descubrieron procedimientos que ocultaban información en frases sencillas, destapando el enigma con sólo agrupar letras concretas de cada palabra. Un ejemplo es el texto siguiente: Apparently neutral’s protest thoroughly discounted and ignored. Isman hard hit. Blockade issue affects pretext for embargo on by products, ejecting suets and vegetable oils (Al parecer, la protesta neutral es completamente favorable e ignorada. Isman afectados. Cuestión de bloqueo afecta pretexto de embargo sobre los productos, expulsando sebo y aceites vegetales). Si tomamos la segunda letra de cada palabra aparece el mensaje: Pershing sails from NYr June i (Pershing parte desde Nueva York el 1 de junio).

La técnica más conocida por el común de los mortales es, sin duda, la de la tinta invisible. Especial mención a la escritura con zumo de limón que todos los niños conocen y que, posteriormente, se desvela aplicando una fuente de calor al documento. El alto contenido en carbono del jugo reacciona apareciendo el mensaje en un tono oscuro.

En la actualidad, la esteganografía se ha vuelto digital. La informática y los ordenadores modernos permiten ocultar, no sólo mensajes, sino ficheros de contenido multimedia completos dentro de otros archivos aparentemente inocuos. Existen multitud de piezas de software que posibilitan el encubrimiento y posterior mostrado de archivos escondidos en portadores inofensivos. Algunos que podemos citar son JPHide/JPSeek, AdaStegano, wbStego o MP3Stego. También disponemos de herramientas preparadas para identificar patrones esteganográficos en ficheros sospechosos de ocultar información oculta, como, por ejemplo, Stegdetect, StegAlyzerSS o Digital Invisible Ink Toolkit.

Pero hoy hablaremos de una técnica binaria más retro y poco conocida y reconocida. Explicaremos, pues, cómo ocultar un archivo dentro de otro haciendo uso simplemente del comando copy de MS-DOS y su parámetro modificador /b. ¿O sea, que esto se ha podido hacer con un ordenador desde hace años? Pues sí, mire usted, no es cosa del presente.

Como todos deberíamos saber ya, el comando copy permite copiar uno o más archivos en otra ubicación a la actual, esto es, crea duplicados exactos de los ficheros especificados en una carpeta o directorio indicado. Su modificador /b (¡qué grandes olvidados, los parámetros modificadores!) hace trabajar a copy en formato binario, esto es, a nivel de bits. Además, el comando copy es capaz de anexar o unir varios archivos en uno solo, y esta capacidad, unida a la copia binaria, es la que utilizaremos para ocultar un archivo dentro de otro. Por una cuestión de funcionalidad que posteriormente explicaremos, vamos a trabajar con un archivo musical en formato MP3 (archivo oculto) y otro de imagen en formato JPEG (archivo portador).

Antes de otra cosa, vamos a hacer una prueba sencilla. En una carpeta en nuestro disco duro generaremos tres archivos de texto plano llamados texto1.txt, texto2.txt y texto3.txt. En cada uno de ellos incluiremos una simple línea que diga «Esto es textoX.txt«, siendo X el número asignado a cada fichero y terminando el renglón con un retorno de carro. El paso siguiente es escribir esta línea de comando en una ventana de consola de MS-DOS:

copy /b texto1.txt + texto2.txt + texto3.txt textofinal.txt

La sintaxis es bien sencilla. Primero el comando (copy), después su parámetro modificador (/b), luego los tres archivos que queremos anexar separados por un símbolo de adición (texto1.txt + texto2.txt + texto3.txt) y, por último, y separando lo anterior por un espacio, el fichero final de salida (textofinal.txt). El resultado es un archivo textofinal.txt que contiene lo incluido en los tres archivos fuente, es decir:

Resultado   
Esto es texto1.txt
Esto es texto2.txt
Esto es texto3.txt

Visto el funcionamiento, pasemos a la acción. Como decíamos, vamos a ocultar un fichero MP3 (audio.mp3) en un fichero JPEG (imagen.jpg), obteniendo como resultado una imagen JPEG con el archivo de audio embebido. El comando que debemos utilizar es el que sigue, siendo imagenfinal.jpg el archivo objeto final:

copy /b imagen.jpg + audio.mp3 imagenfinal.jpg

Ya tenemos una imagen perfectamente visible con un archivo musical oculto en ella. Evidentemente, el tamaño actual de la imagen será la suma de los tamaños de ambos ficheros origen.

Sin embargo, hay un pero (¿por qué siempre tiene que haber un puñetero pero?). Como se ha comentado, copy /b es capaz de anexar dos archivos binarios. Esto significa que irá uno de ellos (el segundo) pegadito al culo del otro (el primero), por lo que el fichero objeto tendrá toda la información de los ficheros de origen, cabeceras de archivo incluidas. Ello supone que, en el caso del ejemplo anterior, lo primero que nos encontraremos será la cabecera del archivo de imagen, por lo que cualquier software de tratamiento digital lo reconocerá como tal. Sin embargo, la cabecera del archivo MP3 no está al inicio del archivo, y eso quiere decir que no todos los programas serán capaces de reproducir el sonido. Windows Media Player, por ejemplo, no lo hace, sin embargo Winamp sí (sólo debemos cambiar la extensión .jpg del archivo por .mp3).

Si hubiéramos anexado los archivos en orden inverso, el audio sería fácilmente reconocido por cualquier software de reproducción, pero con la imagen tendríamos problemas a la hora de visualizarla.

Es la única pega que se le puede sacar a este método, que de por sí no fue inventado como esteganográfico. Bastante hace el bueno de copy, pero no se pueden pedir peras al olmo. Quede para la posteridad como curiosidad vintage del mundo de la esteganografía.

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Botones paradójicos

Botones paradójicos

La llamada paradoja del mentiroso traía de cabeza a los pobres antiguos griegos. Epiménides de Cnosos fue un legendario poeta, profeta y filósofo heleno que vivió en Creta hacia el siglo VI a. de C. Uno de los mitos que de él se cuentan dice que, en cierta ocasión, estuvo durmiendo durante cincuenta y siete años. ¡Prolongada cierta ocasión, vive Dios! 

A Epiménides se le atribuye una frase que da pie a una contradicción lógica: «Todos los cretenses son unos mentirosos». Si se admite que los mentirosos mienten siempre, mientras que las personas que dicen la verdad también lo hacen siempre, la afirmación del poeta responde a la primera paradoja del mentiroso (también conocida como Paradoja de Epiménides) de la que se tiene constancia. 

Con semejante hipótesis, la declaración de Epiménides no puede ser verdadera, pues él era cretense y, por consiguiente, al afirmar tal cosa estaría mintiendo, siendo falsa su afirmación. Sin embargo, tampoco puede ser falsa, porque se deduciría entonces que todos los cretenses dicen siempre la verdad, y, por consiguiente, lo que dice el cretense sería verdad, que todos son unos mentirosos. La pescadilla que se muerde la cola. 

Los griegos se daban de cabezazos contra la pared cuando escuchaban algo así, y es que gustaban tanto de una lógica perfecta, en la que toda proposición fuera verdadera o falsa, sin más, que los enunciados de apariencia perfectamente clara que eran tan contradictorios les hacían enloquecer. Otro poeta y filólogo alejandrino, Filetas de Cos (siglos III y IV a. de C.), se fue de manera temprana a la tumba a causa de la angustia que este tipo de paradojas le causaban. Dice que su epitafio rezaba «Soy Filetas de Cos. Me hicieron morir el Mentiroso y las noches de insomnio por su causa». 

Otros autores atribuyen la primera manifestación de la paradoja del mentiroso a Eubulides de Mileto (siglo IV a. de C.), filósofo griego de la escuela megárica, cuando aseveró «Si afirmo que estoy mintiendo, ¿miento o digo la verdad?». Además, estos autores aseguran que la aseveración de Epiménides no responde al cien por cien a la paradoja del mentiroso.  El error de la formulación de la Paradoja de Epiménides es suponer que la falsedad de «todos los cretenses mienten» implica la verdad de «todos los cretenses dicen la verdad», cuando esto no es así. El enunciado «todos los leones viven en África» es falso en el momento en el que haya un sólo león viviendo fuera de África, es decir, no es necesario que todos los leones vivan fuera de África para que la afirmación «todos los leones viven en África» sea falsa. Lo mismo ocurre con «todos los cretenses mienten», y debemos tenerlo en cuenta a la hora de formular esta paradoja. De la primera manera, la paradoja es correcta, aunque algo compleja; de la segunda manera es sólo una apariencia de paradoja. 

Lo cierto es que la paradoja del mentiroso ha llegado hasta nuestros días en forma de múltiples enunciados que pasamos por alto. Existen pegatinas para parachoques de automóviles que rezan «¡Ya está bien de pegatinas en los parachoques!», anuncios en prensa con el texto «No lea este anuncio» a modo de reclamo, normas de buen estilo literario que dicen «No use comas, que no sean necesarias» o títulos de entradas de blog que manifiestan «Esta entrada no tiene título». Llegaron a hacerse bastante populares, en los años noventa, aquellas chapas con imperdible para colgar en la ropa que decían «Chapas no»; así como las pintadas en paredes que clamaban «¡Basta ya de pintadas!». Y otros ejemplos que se pueden encontrar magistralmente recogidos en el libro ‘¡Ajá! Paradojas que hacen pensar‘, de Martin Gardner (RBA, 2009). 

Un despacho de la agencia internacional de noticias UPI, en 1970, daba cuenta de que en unas elecciones de Oregón se permitía a los candidatos imprimir en las papeletas de voto un lema de hasta 12 palabras debajo de su nombre. He aquí el de Frank Hatch, candidato al Congreso por los demócratas: «No deberían figurar aquí quienes pierden tiempo ideando lemas de doce palabras». Con sus doce palabras exactas. 

Está claro que desde hace siglos hasta nuestros días, paradojas como esta nos acompañan y, también, nos acompañarán en el futuro. Muchas veces pasan desapercibidas, pero están ahí, y si se nos ocurriera dar vueltas a cada oración impresa que nos encontremos, probablemente nos volveríamos tan locos como los griegos. O no. Paradojas de la vida.

El triciclo eléctrico de los ochenta y su estrepitoso fracaso

Sinclair C5

Sinclair C5

El señor Clive Sinclair pasará a los anales de la historia por ser una de las mentes preclaras más importantes del siglo XX, y del XXI también, porque sigue en activo. Este británico de 71 años, convertido en Sir por la Reina de Inglaterra, es un reconocido inventor y emprendedor que, desde pequeño, destacó por su facilidad para la electrónica y, sobre todo, para las matemáticas. Sin embargo, decidió que no quería ir a la universidad para dedicarse a formarse de manera autodidacta en asuntos que realmente le interesaban.

Fue el creador de la primera calculadora electrónica de bolsillo, la primera minitelevisión portátil y el primer reloj digital calculadora al alcance de cualquier bolsillo. En su haber guarda otros muchos inventos, pero lo que le lanzó a la palestra de ventas y popularidad fueron los ordenadores de su empresa Sinclair Research Ltd., sobre todo los de la serie ZX: el ZX80, el ZX81 y, en particular, el ZX Spectrum.

Calculadora electrónica, reloj calculadora y ZX Spectrum

Calculadora electrónica, reloj calculadora y ZX Spectrum

Su particular visión de los negocios y el desarrollo proponía hacer llegar lo último en tecnología al público menos adinerado. Por aquel entonces, estos productos sólo estaban al alcance de unos pocos, y él entendía que esto no debía ser así. El ZX80 fue apodado como «el ordenador más pequeño y barato del mundo», y es que realmente así lo fue en su momento.

Sin embargo, sus productos adolecían de más de una pega engorrosa para los usuarios. Por ejemplo, su ordenador para el entorno empresarial, el Sinclair QL, tenía un teclado que, si bien no era de goma como los anteriores, no ofrecía un buen funcionamiento. Estaba basado en una membrana interna poco resistente que fallaba más que una escopeta de feria. Además, la apuesta a muerte por las unidades de cinta de casete y ZX Microdrive no fue un acierto en un mundo en el que se imponía con fuerza el PC y los discos duros y flexibles.

Pero, sin lugar a dudas, el mayor fracaso de Sir Clive fue el de su coche eléctrico, el Sinclair C5, una suerte de triciclo de funcionamiento híbrido, pues podía moverse con la energía producida por su batería y, también, a pedales.

Sinclair C5 nuevecito

Sinclair C5 nuevecito

El C5, lanzado por Sinclair Vehicles Ltd. en el Reino Unido el 10 de enero de 1985, se movía con un motor similar al de una lavadora, por lo que consumía muy poca electricidad. Era un vehículo para una sola persona, con el manillar por debajo de las piernas, que alcanzaba una velocidad máxima de 24 km/h, la mayor permitida en Gran Bretaña sin necesidad de permiso de conducir automóviles. Pero lo más atractivo fue su precio, pues se vendía por sólo 399 libras, unos 465 euros al cambio actual.

El desarrollo del Sinclair C5 duró varios años, comenzando en 1979. Durante el tiempo que duró el proceso de investigación y manufactura, los costos fueron aumentando paulatinamente, teniendo el propio Clive que vender algunas de sus acciones de Sinclair Research Ltd. para recaudar algunos millones de libras esterlinas con el objeto de no perder el proyecto. Por fin, la empresa Sinclair Vehicles Ltd. se formó a partir de Sinclair Research Ltd., en contrato de desarrollo y colaboración con Lotus para comenzar a producir en cadena el C5.

El motor eléctrico, ideado por Sir Clive, lo desarrollaba la empresa italiana Polymotor, dedicada a pequeños mecanismos cinéticos, por lo que comenzó a correr el bulo de que su motor era, efectivamente, el de una lavadora. Pero esa sería sólo la primera de las burlas. El C5 no cayó en gracia en la población británica, que veía al vehículo más como un juguete para excéntricos que como el medio de locomoción ideal. Comenzaron a mofarse del ingenio a cuenta de su rendimiento lamentable y de su diseño poco útil, pero los problemas eran bastante más graves.

El Sinclair C5 no era para nada apropiado bajo las inclemencias del clima británico. El hecho de estar descubierto lo hacía sólo utilizable en el sur de Inglaterra en primavera y verano. Su capacidad a la hora de subir cuestas o pequeñas colinas era nula. El motor se calentaba demasiado y dejaba de funcionar, teniendo que recurrir a los pedales o, incluso, al hecho de tener que bajarse y empujar. El clima frío de las islas británicas acortaba la vida útil de la batería, y el hecho de que fuera tan bajo, y de tener que conducirlo semirecostado, hacían de él un transporte bastante peligroso que carecía de buena visibilidad.

Un accidente que implicó a un conductor ebrio en un C5 logró conseguir que un juez dictaminara que aquel engendro no era un coche, sino un triciclo impulsado por electricidad. Se le denegó, pues, el permiso de circulación como vehículo homologado, restringiendo su uso al ámbito de las bicicletas. Aquello hundió la empresa; el 13 de agosto de 1985, Sinclair Vehicles Ltd. anunció el fin de la producción cuando se habían vendido menos de doce mil unidades. En octubre del mismo año, la compañía entró en estado de quiebra. El Sinclair C5 había muerto.

Sir Clive Sinclair en un C5

Sir Clive Sinclair en un C5

Hoy día, aquel cochecito de tres ruedas es objeto de coleccionismo friqui. En algún momento es posible encontrar alguna unidad en eBay, a precios prohibitivos, y también se pueden adquirir por Internet recambios o extras para tunearlo al gusto. Existen foros y sitios web de usuarios del triciclo eléctrico y admiradores que recuerdan con nostalgia aquellos buenos tiempos, realizan quedadas, comparten fotografías y dibujos al más puro estilo fanart. También se pueden encontrar modificaciones extremas del C5 a la venta, o no.

La empresa Sinclair Research Ltd. continúa existiendo hoy. El señor Clive sigue desarrollando inventos alucinantes como una minibicicleta plegable y, asimismo, continúa empeñado en la proliferación de vehículos eléctricos, por lo que tiene a la venta el Sinclair X-1. Este modelo es un viejo recuerdo del C5 que ha perdido una rueda (ahora sólo tiene dos), monta baterías de litio más modernas, es ergonómico, tiene chasis de fibra de carbono, luces delanteras y traseras y dispone de protección contra las adversidades climáticas. Cuesta alrededor de 700 euros.

Para algunos una apuesta demasiado arriesgada, para otros la excelente invención de un genio. El C5 supuso el fin de una empresa comandada por un caballero británico que nunca deja de idear, imaginar, concebir y asacar nuevos proyectos que, si bien son factibles de fracasar, no dejan de ser geniales creaciones.

Ana María Méndez, el azote de la SGAE

Ana María Méndez

Ana María Méndez

Ana María Méndez es una mujer con un par de cojones bien puestos, aunque ello en sí sea una paradoja inverosímil. Copropietaria de la tienda barcelonesa Traxtore, una pequeña empresa informática de cara al público, en junio de 2004 fue auditada por la Sociedad General de Autores y Editores (SGAE) y obligada a abonar 48.000 euros en concepto de canon digital correspondiente al período 2002-2004. Esta cantidad, como otras tantas que aplica impunemente la entidad privada, salió de la nada, sin justificación lógica, ya que en aquella época no estaban aplicadas las tarifas digitales

Aun habiendo conseguido rebajar el total a sólo 18.000 euros, Ana María se negó a abonar el monto. La SGAE, haciendo uso de su particular condición moral que la hace estar por encima del bien y del mal, demandó a la mujer ante un juzgado mercantil. Ana María perdió el juicio (no el de la cabeza, el del juzgado; aunque vaya usted a saber en estos casos). 

Lejos de amilanarse, la empresaria catalana presentó un recurso ante la Audiencia de Barcelona, que elevó el caso al Tribunal de la UE para conocer si el sistema de gravamen español era conforme a la directiva europea. La sentencia, de octubre de 2010, daba la razón a Ana María y cuestionaba las abusivas prácticas de la SGAE para con los consumidores y comerciantes. Además, ¿a quién se le ocurre cobrar un canon digital con carácter retroactivo de los años de los que no existía el gravamen y los fabricantes no lo aplicaban a los revendedores? Efectivamente, sólo a la SGAE. 

Ana María Méndez decidió crear la asociación Apemit (Asociación Española de Pequeñas y Medianas Empresas de Informática y Nuevas Tecnologías), una alianza de comercios tecnológicos afectados tanto por agresiones de las entidades de gestión como por aquellos fabricantes e importadores que incumplen con la Ley de Garantías. Asimismo, puso en marcha un sitio web con toda la documentación del caso. Hoy, Apemit está integrada en la plataforma Todoscontraelcanon

Contaba en una entrevista que le solicitaban «el canon con carácter retroactivo y no con las tarifas digitales pactadas, sino con las analógicas que se colocaban en las cintas de audio y vídeo. Por cada DVD virgen que he vendido me exigen 1,20 euros más IVA; si yo gano 12 euros con cada tarrina de 100 que vendo, ¿cómo me pueden pedir 120 euros más IVA por ella?». Una auténtica vergüenza digna de ser perpetrada por Golfos Apandadores

El problema reside en que la resolución del tribunal de la UE no obliga a los tribunales españoles a nada, sino que simplemente considera y valora lo que a su entender es un abuso de poder. Esta claro que al Gobierno Español (y a la oposición también) se la soplan todas estas gilipolleces europeas. España debe estar siempre a nivel europeo, según nos comentan desde arriba, por eso nos suben los impuestos, el precio de los carburantes o las tarifas eléctricas, porque somos los que menos abonamos del continente. Sin embargo, qué casualidad que siempre se les olvida europeizar los sueldos, las ayudas sociales, los salarios mínimos o los importes de los cánones digitales. Panda de sinvergüenzas, eso es lo que son. 

Según un informe del Centro de Estudios Enter (qué agrupa a grandes empresas del sector tecnológico, así como al organismo estatal Red.es), el canon digital representa un 60% del precio de un DVD en España. La misma fuente señala que la aplicación de este canon al reproductor iPod de 30 GB puede suponer un sobrecoste de 90,6 euros, frente a los 2,56 euros o 9,87 euros que se paga en Alemania e Italia respectivamente. En fin. 

Y para colmo, gracias a la ministra de Cultura que nos ha tocado sufrir, parece que la SGAE va a seguir actuando en la sombra como un organismo privado erigido en juez, policía y legislador ad hoc. Esto es como la bola esa de nieve que crece tanto, tanto, pero tanto, que al final o se rompe en mil pedazos contra un tronco y se va a tomar por culo, o aplasta todo a su paso hasta hacerse inmensa y colosal. Es una pena que la nieve, al final, siempre se derrita cuando sale el sol. Se siente.

Historia de la Universidad de Stanford: leyenda, ‘meme’ y realidad

Familia Stanford (vía stanford.edu)

Familia Stanford (vía stanford.edu)

Leland Stanford y su mujer Jane fueron los fundadores, el 1 de octubre de 1891, de la hoy prestigiosa Universidad de Stanford. Alrededor de esta sucinta información han corrido ríos de tinta mecanográfica, y de tinta china también. La creación de la Universidad de Stanford tiene tanto de leyenda, como tan poco de realidad, que la fábula supera a la verdad en más de una ocasión. Y es que nos gustan tanto los bulos románticos que no se ajustan a la objetividad, que daríamos un brazo porque aquello que nos han contando fuera lo que pasó. Pero no, I’m sorry.  

Comencemos por lo que no es verdad, sino mito. Una mujer y su esposo, vestidos ambos con trajes de algodón barato, bajaron del tren un día de 1891 en Boston, Massachusetts. Caminaron lentamente hacia la Universidad de Harvard (en Cambridge), con la intención de hablar con su presidente.  

Al llegar, la secretaria de dirección les comentó que aquello era una misión imposible, que su jefe no recibía a cualquier persona que en la puerta se presentara y que tenía menos tiempo que perder que el necesario. Pero aquella respuesta no desanimó a la pareja, que contestaron que se quedarían allí sentados, sin prisa, hasta que el hombre pudiera recibirlos.  

La pretendida arrogancia del matrimonio intimidó a la muchacha que, después de comprobar que las personas no tenían intención alguna de marcharse, decidió hablar con su superior. Hay ahí un par de pordioseros que desean parlamentar con usted, alguien que no merece su tiempo, pero es que no se van ni con agua hirviendo. Tal vez, si conversa usted con ellos unos minutos y les agrada, entonces, y sólo entonces, es posible que abandonen el campus y se vayan contentos. El presidente, con mohín adusto, asintió y aceptó recibir a los mendigos.  

Jane Stanford se dirigió al importante hombre, comentándole su propósito de ellos. El caso es que teníamos un hijo estudiando en esta universidad, pero lamentablemente murió hace unos días en un accidente. Él amaba Harvard, y mi esposo y yo desearíamos levantar algo en su memoria en algún lugar del campus, si es posible.  

El director de la universidad recorrió con sus ojos a aquella pareja y esbozó una taimada sonrisa. No me interesa en absoluto, señora. No podemos erigir una estatua por cada persona que haya estudiado en Harvard y posteriormente haya fallecido. Leland Stanford, el marido, le comunicó a su interlocutor que su intención no era la de levantar una estatua, lo que ellos deseaban era donar un edificio al centro que llevara el nombre de su hijo, honrando así su memoria.  

¿Un edificio? ¿Tienen la más remota idea de cuánto cuesta un edificio? Nosotros hemos invertido hasta ahora más de siete millones y medio de dólares en la construcción de todos los edificios que componen la universidad.  

Los extraños visitantes quedaron en silencio, intercambiaron miradas durante unos segundos y exhalaron un pequeño suspiro al unísono. ¿Siete millones y medio de dólares? ¿Tan poco cuesta iniciar una universidad? No se preocupe, señor presidente, ya no robaremos más de su precioso tiempo. Levantaremos una universidad nueva en memoria de nuestro difunto hijo. Y abandonaron el lugar dejando al hombre en un estado de confusión y desconcierto.  

Esta es la leyenda que, con la ayuda de Internet, se convirtió en meme y viajó de correo electrónico en correo electrónico en forma de PPS. Varios blog y páginas web lo recogieron en su haber, difundiendo la falsa noticia a una velocidad de vértigo.  

Sin embargo, la realidad es mucho menos sensiblera. La verdad es que Leland Stanford era, en 1876, gobernador de California. En aquella época compró 650 hectáreas de terreno con el fin de construir una enorme granja de caballos, a la que llamaría Palo Alto Stock Farm. Más tarde adquirió las propiedades colindantes, llegando a juntar más de 8.000 hectáreas en total. La pequeña ciudad que iba emergiendo tomó el nombre de Palo Alto por cuenta de una gran secuoya que había en la zona, junto al arroyo de San Francisquito.  

Leland Stanford se crió y estudió derecho en Nueva York para, posteriormente, mudarse al oeste del país llamado por la fiebre del oro. Como muchos de sus contemporáneos ricos, hizo su fortuna en el mundo de los ferrocarriles. Era el líder del Partido Republicano, gobernador de California y, más tarde, senador de los EE. UU. Él y su mujer, Jane, tuvieron un hijo, Leland Stanford Junior, que murió de fiebre tifoidea con quince años, en 1884, cuando la familia estaba de viaje por Italia. Pocas semanas después de su muerte, los Stanford decidieron que, debido a que ya no podían hacer nada por su propio hijo, «los hijos de California serán nuestros hijos«. Y rápidamente se dispusieron a encontrar una manera duradera para recordar y honrar la memoria a su amado y difunto retoño.  

Universidad de Stanford

Universidad de Stanford

Barajaron varias posibilidades, como un museo o una escuela técnica, pero al final se decidieron por una universidad en California (aunque, finalmente, también crearon un museo). Sí que es cierto que visitaron al presidente de la Universidad de Harvard, a la sazón Charles William Eliot, pero fue únicamente para recibir consejos y recomendaciones a la hora de iniciar el proyecto. La verdad es que estuvieron reunidos también con el director de la Universidad Cornell de Nueva York, con los responsables del MIT (el Instituto Tecnológico de Massachusetts) y con el director de la Universidad Johns Hopkins, en Baltimore. De todos ellos se llevaron ideas para fundar su institución, y la Universidad de Stanford abrió sus puertas el 1 de octubre de 1891. Realmente, su nombre original es Universidad Leland Stanford Junior.  

Sería interesante estudiar la manera en la que se forma un bulo. Como, de una historia original, nace una leyenda que cautiva a propios y a extraños solapando la verdad y decorando los hechos primigenios. Internet es, además, el medio actual más propio para la difusión de estas fábulas en forma de meme de fenómeno mundial. Hay que tener cuidado con lo que leemos en la Red, porque no siempre puede ser toda la verdad.

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