Jugabilidad (ese concepto que no aparece en el diccionario)

Crazy gamer
Desde la revista MICROHOBBY de mediados de los ochenta llevo yo oyendo hablar de jugabilidad. Este concepto se explica como la mejor o peor experiencia de un usuario ante el manejo y desarrollo de un videojuego. En función de determinados factores (como los gráficos, el sonido, la ambientación, los efectos, el movimiento, etcétera) se determina cuán jugable o no es un juego. Habrá, pues, títulos muy jugables y otros no tanto. Y, por cierto, los que más jugabilidad acumulen no habrán de ser obligatoriamente los más vendidos, más caros y más publicitados juegos del mercado. Ni muchísimo menos.
A modo de síntesis, podríamos decir que la jugabilidad es la capacidad de divertir y enganchar que tiene un videojuego. El vocablo es una traducción literal del término inglés playability (aunque en ese idioma se utiliza más gameplay) y, como decimos, no existe en el idioma español (y probablemente en inglés tampoco). Aunque bien es cierto que esto podría cambiar en un futuro no muy lejano, ya que un grupo de investigadores de la Universidad de Granada se ha animado a proponer una definición acotada del término. Según su propuesta, jugabilidad significaría (muy acertadamente, por cierto):
Conjunto de propiedades que describen la experiencia del jugador ante un sistema de juego determinado, cuyo principal objetivo es divertir y entretener de forma satisfactoria y creíble, ya sea solo o en compañía.
Para los desarrolladores conseguir la jugabilidad en un juego de vídeo es algo más anhelado que el making-of del anuncio de tampones de Patricia Conde. Aunque parezca una empresa sencilla, no lo es en absoluto. Títulos de manufactura impresionante y sobrecogedora han salido al mercado a bombo y platillo para convertirse en truños empalagosos a los cinco minutos de juego. Y es que si no engancha, no engancha.
La más fastuosa megaproducción de entretenimiento puede dar con sus inversiones en un abultado préstamo pendiente si la jugabilidad es baja o brilla por su ausencia. Y es que aquí no sirve para nada el talonario, ya que el ingenio y la brillantez se imponen a los presupuestos muchimillonarios. Un compendio de gráficos 3D de última generación, con trillones de polígonos renderizados a la milésima de segundo, superproducciones musicales, texturas hiperrealistas y captura de movimiento fotogramétrica digital no vale una auténtica mierda si el juego aburre y no convence. Y si no que le pregunten las claves del éxito a los chicos de Nintendo, líder mundial en la programación de juegos inmensamente jugables a partir de recursos técnicos más bien escasos (comparados con los de los demás); y venden güises y nintendodeses a cascoporro.
No es por malmeter, pero a mí si me dan a elegir entre una partidita en red al Mario Kart Wii o un desafío total multijugador al Need for Speed: Hot Pursuit, pues oiga, me quedo con la primera opción, que igual no disfruto del modo de simulación de conducción perfecto, pero me lo paso pipa machacando a japoneses y norteamericanos que se creen los amos de mundo hasta que les endiño el circuito de la Senda Arcoíris y se me caen todos por el barranco abajo. Pobres (… se jodan). Y es que lanzar tinta de calamar y peladuras de plátano a tus contrincantes en pleno duelo no tiene precio.
Los juegos de antes sí que eran jugables. Super Mario Bros, Space Invaders, Tetris, Sonic, Abu Simbel Profanation, La abadía del crimen, Pong, Pac-Man… Aquello eran horas y horas mirando pequeños gráficos pixelados que se movían de manera ortopédica y, a veces, cambiaban de color a su antojo cuando pasaban por encima de algún otro elemento del entorno. No había recursos, existía la máxima de “imaginación al poder”, así que los desarrolladores se rebanaban la sesera en busca de hacer sentir al jugón una experiencia irrepetible delante de su patatero ordenador. Eso no quiere decir que no hubiera juegos malos, ahí está E.T., pero la mayor parte de ellos eran fruto de la precipitación, las prisas y las fechas de entrega, no culpa de malos programadores.
Hoy en día la creatividad se suple con millones de dólares. Consolas y ordenadores de potencia extrema corren títulos plagados de sombras, luces, efectos físicamente perfectos de agua o viento, movimiento capturado, bandas sonoras de orquestas famosas y motores gráficos de impecable elaboración. Ello no es óbice para afirmar que no existan muy buenos juegos (y muy jugables) en la actualidad, todo lo contrario (Killzone 2, Halo 3 o LittleBigPlanet), pero la experiencia aquella de desear regresar a casa para terminar el último al que te habías enganchado se ha ido diluyendo poco a poco. Y claro, teniendo en cuenta que antes no se podían guardar las partidas y había que empezar de cero cada vez.
La verdad es que me estoy pasando, y cualquiera podría replicar mis argumentos aduciendo decenas de juegos actuales que, aparte de su calidad gráfica, movimiento y sonido, son altamente jugables. Así es, con toda la razón del mundo. Sólo quiero llamar la atención sobre ese gran concepto que es la jugabilidad y lo mucho que representa a la hora de amar o aborrecer un juego. Según mi humilde entendimiento, debería ser la premisa principal de los productores antes de ponerse manos a la obra para desarrollar un juego; por encima de entorno gráfico, movimiento armónico o musiquita chachi.
Esta tendencia está haciendo que muchos de los aficionados a los videojuegos estén estemos volviendo a rescatar las antiguas modestas producciones de mano de emuladores de videoconsolas y ordenadores de 8 y 16 bits. Recordar aquella dorada época trae a flor de piel sentimientos que creías sepultados bajo la lápida de los tropecientosmil megahercios. Aunque, a veces, retomas un juego que en su época te hacía llorar de alegría cada vez que pulsabas el play y, ahora, te resulta inapetente, tedioso, soporífero e interminable. Serán cosas de la edad.
Que se lo digan a mi primo el mayor, que le regalaron una PlayStation 3 la pasada Navidad y lo más evolucionado que ha corrido en su máquina es el Príncipe de Persia (el original de 1987), descargado del PlayStation Store. Si es que los hay que tienen un gran amor y nostalgia por lo retro, pero tampoco hay que pasarse, primo, tampoco hay que pasarse.