Siervos del puto telefonito

Teléfono móvil

Teléfono móvil

Los humanos somos gilipollas integrales (como el pan, mira). Nuestro cerebro está tan evolucionado con respecto al de otras especies que hemos desarrollado la capacidad de transigir en situaciones donde cualquier animal de los llamados irracionales daría un paso atrás, por si acaso. Nos creemos tan inteligentes que nuestro intelecto lo supeditamos a lo que nos digan por la tele que tenemos que comprar, y nuestra capacidad de elección se reduce a elegir a qué concursante de Gran Hermano expulsar. ¿De verdad que somos nosotros los que hemos evolucionado? 

Hace no muchos años, cuando los teléfonos móviles no existían, la tarea de localizar a alguien en determinado momento del día podía llegar a ser ardua, pero es que tampoco nos veíamos en esa tremenda necesidad de ubicar al minuto a nuestros allegados o amigos. Si tu pareja salía de casa por la mañana, comprendías razonablemente que hasta que no llegara a la oficina la comunicación con ella iba a ser imposible. «¿Y si pasa algo?». Pero que va a pasar, alma de cántaro. Podía ser que se encontrara un atasco, que se le pinchara una rueda del coche o que el transporte público fuera con retraso, pero más tarde o más temprano llegabas a poder hablar con ella. Y es que cuando se hacía una llamada telefónica era para algo importante, algo que no pudiera esperar hasta la noche, cuando las familias se juntaban de nuevo para la cena. 

Hoy en día el mundo se ha vuelto del revés. La exigencia de prácticamente geolocalizar a una persona en su punto exacto continuamente nos provoca tanta ansiedad como la de estar nosotros mismos correctamente situados en todo momento. Si llamamos a alguien y no contesta al tercer tono, nuestro cerebro comienza a emitir las primeras señales de estado de angustia, señales que se desvanecen cuando nuestro interlocutor descuelga segundos después. No más de quince años atrás, removíamos Roma con Santiago para contactar con una persona cuando realmente existía una urgencia: llama al bar de no sé quién, que seguro que allí está mi cuñado, que conoce a su hermana y baja a avisar a su madre para que venga ahora mismo (cuando coja en tren y después de treinta minutos de viaje, claro). Esa era una urgencia, y no pasaba nada. 

Vivimos tan supeditados a la comunicación celular que si un día nos dejamos el móvil en casa, nuestra vida parece que camina poco menos que hacia el infortunio. «Dios mío, me he dejado el teléfono, ¡qué hago yo ahora! ¿Y si me llaman? ¿Y si tengo una desgracia vital y tengo que llamar?». No contentos con el desasosiego, procuramos avisar, desde esos arcaicos teléfonos fijos, a todos nuestros contactos más habituales para que no nos telefoneen, porque hemos sufrido la aterradora calamidad de dejarnos el teléfono en casa. 

Pero la cosa va más allá. Si salimos (esta vez con el móvil bien aferrado) y llegamos a un lugar donde el bullicio y el alboroto es considerable, procuramos disponer nuestro teléfono en un bolsillo bien pegado a nuestro cuerpo para sentir la diabólica vibración, no vaya a ser que alguien nos quiera localizar y no oigamos la llamada. Aunque es más que probable que, con el gentío, no sintamos ni vibración ni nada, situación que aumentará nuestro nivel de congoja cuando miremos el dichoso aparatito y descubramos tres llamadas perdidas. «¡Ay, Dios! Para qué me habrá llamado. ¿Tres llamadas perdidas en veinte minutos? ¡Tiene que ser algo muy grave!». El pico de estrés desciende rápidamente en el momento en el que nos dicen que sólo era para ver dónde andábamos o qué hacíamos. 

El teléfono, el de toda la vida, apareció para acercar a las personas, y resultó ser uno de los inventos más importantes en lo que a comunicación se refiere. Cuando el contestador automático llegó a nuestras vidas, aquel invento se nos antojó la panacea universal, y no nos dimos cuenta de que disponer de la posibilidad de registrar las llamadas que no podíamos coger al momento nos estaba ya acercando, poco a poco, al control de nuestra libertad como interlocutores. «Te he dejado seis mensajes en el contestador, ¿cómo es posible que todavía no me hayas llamado?». 

El celular, o móvil, llegó para quedarse, y larga vida al rey. Lo que muchos jovencitos no saben es que al principio de esta moda, cuando los móviles eran del tamaño de un zapato de caballero, llevar el telefonito pegado a la oreja por la calle era de pichimanguis, tontolabas y capullos perdonavidas. Y a día de ahora mismo, nos hemos pasado todos a ese mismo bando para considerar mentecatos reaccionarios a los que no tienen, como mínimo, dos teléfonos encima, el personal y el del trabajo. 

Y una vez arraigado el aparatejo en nuestras vidas, resulta funcionalmente imposible deshacerse de él. Nos han ido drogando en pequeñas dosis durante años para convertirnos en adictos y ser incapaces de abandonar el vicio. Es algo parecido a lo que ocurrió con las tarjetas de crédito; cuando aparecieron, los bancos las regalaban, ahora que somos dependientes nos cobran comisiones hasta que nos cagamos por las patas, los hijos de puta. 

Y ahora hacen con nosotros lo que quieren, porque los móviles se han ido convirtiendo en ordenadores de bolsillo desde los que descargar el correo electrónico, navegar por Internet, conectarnos a otros cacharros, jugar, actualizar nuestros perfiles en redes sociales y un larguísimo etcétera. Tan largo es ese etcétera, que alguna vez he visto incluso reseñas de celulares en determinados blogs de éxito en las que no se alude para nada a la capacidad del aparatito para realizar y recibir llamadas telefónicas. Que no me extrañaría lo más mínimo que algún día sacaran al mercado un teléfono que tuviera de todo menos teléfono, y no porque no vayan a querer ponérselo, sino porque el ingeniero de turno estará tan embebido en el resto de funciones que se le pasará por alto la más principal. 

No voy a llegar aquí yo a denostar al teléfono móvil porque sí. Cierto es que los celulares han salvado muchas vidas en el monte, en la mar, en la carretera y en otros tantos lugares, y eso hay que reconocerlo. Cierto es también que, en situaciones de emergencia, los teléfonos móviles pueden reducir el tiempo de respuesta de los servicios de urgencia al mínimo, y también es verdad que en determinadas profesiones la comunicación constante puede ser de vital importancia. Pero, ¿realmente todos necesitamos un móvil a fecha de hoy? ¿Te consideras un siervo de tu telefonito o es para ti, simplemente, una herramienta más?

8 comentarios a “Siervos del puto telefonito”

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