El fenómeno viral antes de que existiera el fenómeno viral

GIF

Hubo un tiempo en el que no existía la «viralidad» como concepto. No había algoritmos empujando contenido, no existía el hecho de compartir con un clic, ni los hashtags, ni la obsesión colectiva por medir métricas. Y aun así, de alguna manera, Internet ya bullía con pequeños fenómenos que hoy, vistos con perspectiva, eran los auténticos precursores de lo viral. Eran torpes, primitivos, caóticos…, pero tenían un encanto que hoy es imposible replicar.

Los primeros contenidos virales vivían en Geocities, en Tripod, en Lycos y en páginas hechas con FrontPage o con el Bloc de notas, todas llenas de GIF chillones y banners parpadeantes con textos en <marquee>. La viralidad no se medía en millones de visualizaciones, sino en cuántos amigos conseguías convencer para visitar tu página. Era una especie de colegueo digital: tú veías la web cutre de un amigo, él veía la tuya, y ambos presumíais de tener contadores de visitas trucados que siempre marcaban 1035 sin que hubiese pasado nadie por allí.

Los banners fueron, quizá, el primer intento serio de algo parecido a la difusión masiva. Banners de intercambio, banners de afiliación, banners que te obligaban a poner en tu web a cambio de aparecer en la suya. El objetivo era simple: salir en cuantas más páginas mejor, aunque fueran botoncitos de 88×31 píxeles. Esa era la unidad mínima de notoriedad en la prehistoria de la web. Con suerte, alguien hacía clic, acababa en tu web y se quedaba lo suficiente como para dejar un mensaje en tu libro de visitas. Si eso ocurría, podías darte por satisfecho, porque habías logrado un algo viral a escala doméstica.

Banners

Los GIF animados fueron la otra fiebre. No tanto por su utilidad, sino porque destacaban en un océano de HTML estático. Si tu web tenía un gatito bailando, un fuego ardiendo por detrás del texto o un buzón que se abría y se cerraba cuando pasabas el ratón, automáticamente se hacía memorable. Cuanto más hortera, mejor. Había colecciones enteras de GIF repartidas por servidores gratuitos. Aquello era una carrera por ver quién lograba la combinación más llamativa. Si la gente compartía tu GIF en sus páginas, habías ganado. Ése era el «retuit» primigenio.

GIF animado

Pero, quizá, los verdaderos contenidos virales de aquella época llegaban por donde nadie supondría hoy: el correo electrónico. Las cadenas de email fueron, sin saberlo, las embrionarias redes sociales. Llegaban mensajes del tipo «si no reenvías esto a 10 personas, te ocurrirá algo terrible mañana», «esta niña necesita tu ayuda, reenvía este correo para que reúna dinero», o «lee este chiste y pásalo». Eran tóxicos, falsos, redundantes, pero se propagaban como auténticos incendios. Y lo fascinante es que funcionaban: las personas reenviaban esos correos por miedo, por humor o simplemente por aburrimiento. Aquello era viralidad pura, pero sin nombre ni teoría detrás.

Mail viral

Incluso había fenómenos más oscuros, como los archivos .EXE que prometían animaciones mágicas: pequeñas aplicaciones hechas con Visual Basic o Flash que mostraban dibujos, mensajes motivadores o tonterías varias. Normalmente pesaban menos de 200 KB y venían por correo electrónico con un asunto del tipo «Mira esto antes de borrarlo». Eran inocentes, casi siempre. Los virus reales llegarían después, cuando Internet empezara a masificarse y la ingenuidad colectiva dejara de ser una armadura suficiente.

.EXE de broma

Había una inocencia tecnológica hermosa en todo eso. El éxito no estaba cuantificado; no había estadísticas globales, ni dashboards, ni curvas de crecimiento exponencial. Sólo sabías que algo se había propagado cuando te llegaba por duplicado a la misma bandeja, reenviado por dos amigos distintos que no se conocían entre sí. Ese momento era revelador: habías presenciado un fenómeno viral analógico en un medio digital.

Hoy la viralidad es un negocio industrial, estudiado, explotado y (a menudo) manipulado. Entonces, era artesanal. Tenía textura. Olía a páginas hechas a mano, a HTML mal cerrado, a contadores de visitas incrustados, a archivos GIF recortados con Paint Shop Pro y a correos enviados desde Outlook Express. Y aunque hemos ganado eficiencia y escala, hemos perdido ese caos genuino.

Aquellos primeros virales no buscaban convertirte en influencer, sólo querían llamar la atención durante un segundo, sorprenderte, hacerte sonreír o molestarte lo suficiente como para que tú también los compartieras. Eran, quizá, la versión más pura de lo que hoy llamamos «viralidad»: elementos que se propagaban porque las personas querían propagarlas, no porque un algoritmo las aupara.

Era un Internet más pequeño, más sencillo y más humano. Y por eso, precisamente, sus contenidos virales se recuerdan con tanta claridad.

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