Entradas de la categoría ‘Mundo retro’
‘Virii’: ciberpunk, retrohacking y la interferencia de Van Eck

Se acaba de publicar ‘Virii’, de Jonathan Préstamo Rodríguez, una novela que es un thriller ciberpunk retrotecnológico de conspiraciones, resistencia digital y ciudades ahogadas en neón, humedad rancia y corrosión.
Es el año 1997. El mes de diciembre.
Urdanibia se alza entre colinas erosionadas por la industria y un río ennegrecido por décadas de vertidos. Se respira óxido y hollín. La metrópoli pulsa entre motores engrasados y flujos de datos encriptados. En sus entrañas herrumbrosas, La Corporación lo controla todo: las telecomunicaciones, la energía, la sanidad, la educación, la seguridad ciudadana y, también, las vidas de sus habitantes.
Mientras los canales de IRC hierven con rumores de un nuevo virus capaz de alterar la realidad física, cinco jóvenes del underground informático y técnico operan desde las sombras —llevando la interferencia de Van Eck al límite— entre líneas de código fuente y terminales parpadeantes, decididos a sabotear el sistema y a revelar su verdadera cara al mundo
Un hacker, un phreaker, un cracker y dos expertas en virii desafían al Grupo Atlas, el coloso corporativo que se entreteje en el interior de los hilos vitales de los habitantes de la megalópolis, en sus escritorios, en sus casas, en sus habitaciones de hotel, en sus celdas, en sus facturas y en sus recetas médicas.
Hacking de los noventa, videojuegos, bajos fondos, telecomunicaciones, ondas electromagnéticas, e-zines, exploits, cloacas suburbanas, Undernet y patrones diseñados para explotar vulnerabilidades neuronales.
Un relato muy de los noventa del siglo pasado donde la tecnología retro se mezcla con el ciberpunk distópico.
TENTE: bloques de construcción con alma local

Hubo un tiempo en que los reyes del universo infantil no tenían pantallas, eran piezas de plástico que hacían «clic» al encajar y que abrían portales infinitos a mundos de ciencia ficción, ciudades futuristas, barcos de guerra y bases secretas en la Antártida. Ese tiempo tuvo nombre propio en España: TENTE. Un sistema de construcción modular creado por la empresa catalana Exin en 1972 que, lejos de limitarse a ser una copia patria de LEGO, supo desarrollar personalidad, estética y público propios.
Lo que hacía especial a TENTE no era solo su compatibilidad con la imaginación de millones de niños —y no tan niños—, sino su versatilidad técnica. Mientras LEGO parecía más orientado a construcciones sólidas y cuadradas, TENTE ofrecía una libertad estructural inusitada: ejes, ruedas, engranajes, mástiles, conectores giratorios y un sinfín de accesorios que permitían construir desde un caza espacial hasta una grúa telescópica funcional. Las piezas, con su característico tetón central hueco, eran más robustas, más técnicas, y ofrecían una experiencia más cercana al modelismo que al juguete infantil.

Exin supo además explotar el filón temático. Las series más recordadas —Astro, Mar, Ruta, Roblock, Scorpion o Mutants— daban coherencia a las cajas y permitían crear narrativas visuales. El manual de instrucciones era solo el principio, después venía la reinterpretación libre, la reconstrucción, el canibalismo entre kits… TENTE no se jugaba, se ejecutaba como una obra de ingeniería doméstica. Muchos aficionados lo recuerdan como su primer contacto con conceptos de mecánica, diseño estructural e incluso física aplicada. Fue, para muchos, un precursor del movimiento Maker sin necesidad de microcontroladores ni sensores.

El ocaso de Exin a finales de los ochenta arrastró consigo la producción original de TENTE, aunque la marca fue resucitada temporalmente por Borrás en los noventa sin demasiado éxito. Aun así, el culto por estos bloques se mantuvo vivo gracias a comunidades de nostálgicos que intercambian piezas, escanean manuales y comparten creaciones en foros y redes sociales. Hoy día, hay mercados enteros dedicados a TENTE de segunda mano, y no es raro encontrar piezas sueltas o sets completos a precios de coleccionista. Hay quien paga más por una pieza de TENTE que por un procesador Ryzen.

Lo fascinante es que TENTE no murió del todo. En 2021, la empresa catalana iUnits, formada por fans y antiguos profesionales del sector, anunció el regreso oficial de TENTE con nuevos modelos compatibles con las piezas clásicas. Aunque el mercado es complicado —competir contra LEGO en pleno siglo XXI no es tarea fácil—, la iniciativa ha reavivado la chispa de una generación que aprendió a pensar en tres dimensiones gracias a esos bloques duros y fiables.
TENTE no fue solo un juguete. Fue un puente entre el juego y el pensamiento lógico, entre la infancia y la técnica, entre la imaginación y la realidad física. Fue, y sigue siendo, una declaración de principios plásticos. Y, en un mundo cada vez más líquido, virtual y táctilmente plano, recordar el sonido de dos bloques de TENTE encajando sigue siendo un acto de resistencia analógica.

‘El desafío de Takeshi’: el videojuego que te odiaba (y se burlaba de ti)

En el nicho oscuro donde se dan la mano lo vintage, lo raro y lo directamente demencial, habita un cartucho maldito que, si algún día lo encuentras en un mercadillo japonés cubierto de polvo y desprecio, deberías conservar como si fuera una pieza de museo.
Nos referimos a Takeshi no Chōsenjō (タケシの挑戦状), que podríamos traducir como El desafío de Takeshi, un videojuego lanzado en 1986 para la Famicom, la versión japonesa de nuestra querida NES, y que fue parido por Taito con la colaboración —y esto es clave— del actor, director, comediante y azote cultural japonés Takeshi Kitano, también conocido como Beat Takeshi. Lo que parecía una alianza entre celebridad y desarrolladora se convirtió en un sabotaje premeditado contra el jugador. Tú y yo.
Takeshi Kitano, una figura que por entonces ya era omnipresente en la tele japonesa, tuvo una idea clara cuando se sentó con los programadores: «vamos a hacer un juego que no sea divertido, sino que sea un asco». Y no era una metáfora ni una provocación creativa. Literalmente quería que el juego fuese un suplicio. Y vaya si lo consiguió, porque El desafío de Takeshi (que en inglés fue, formalmente, The Ultimate Challenge from Beat Takeshi) no se juega, se sobrevive.
Es, sin exagerar, una especie de castigo interactivo, una travesía por el sinsentido, una sátira salvaje de los videojuegos cuando apenas empezaban a definirse como medio cultural. Aquí no hay princesas que rescatar ni mundos mágicos. Aquí hay un asalariado japonés hastiado de la vida que decide —porque sí— dejarlo todo para ir en busca de un tesoro en una isla remota. Pero no esperes que eso signifique aventura. Aquí lo primero que tienes que hacer es renunciar a tu trabajo, divorciarte de tu esposa y abandonar a tus hijos. No es opcional: si no lo haces, te quedas atascado. El juego te exige que dinamites tu vida para poder empezar la partida, una metáfora tan deprimente como realista, vista con los ojos de un salaryman de los años ochenta atrapado en una sociedad rígida y agotadora.

Y si crees que eso es lo más raro que vas a leer, espera. Llega un momento en el que tienes que cantar. Cantar de verdad, usando el micrófono del mando 2 de la Famicom, ese que la mayoría de los jugadores ni sabía que existía. Y si no cantas —porque, claro, nadie te dice que hay que hacerlo— simplemente no pasa nada. Te quedas atrapado para siempre. Lo mismo ocurre cuando, más adelante, debes quedarte una hora entera sin tocar ningún botón. Una hora real, de tiempo real; sesenta minutos. Nada de poner pausa o dejarlo en marcha. Tienes que mirar la pantalla en silencio y, si pulsas algo, aunque sea por accidente, vuelta al principio. Es el equivalente digital de la meditación zen forzada, pero con una pizca de sadismo.
Pero la demencia no termina ahí. El juego está plagado de decisiones incomprensibles, carteles que si los interpretas mal te matan al instante, minijuegos de avionetas imposibles, combates callejeros con controles de pesadilla, pistas sin ningún tipo de lógica y pasos obligatorios que parecen diseñados para hacerte sentir estúpido. Hay una parte en la que puedes morir simplemente por hablar con una persona en el orden incorrecto. Todo esto forma parte de un plan maestro de Kitano: hacer que el jugador se cuestione su existencia.

Y, sin embargo, hay una coherencia escondida en el caos. Porque si conoces a Kitano, entiendes que este juego no es un error. Es una declaración de intenciones. En los años 80, Takeshi era una especie de genio del entretenimiento agresivo. Fue el creador de Takeshi’s Castle, el programa que en España conocimos como Humor amarillo, ese monumento al dolor físico retransmitido con chistes malos en doblaje superpuesto improvisado. En ese programa, cientos de concursantes eran golpeados, lanzados, empapados y humillados mientras Kitano se reía desde su trono de cartón piedra. El desafío de Takeshi es eso mismo, pero en forma de videojuego. Tú eres el concursante. Él es el que se ríe.
Por eso el título ha sobrevivido. En su día fue masacrado por la crítica japonesa: a nadie le gustó, era injugable, frustrante, ilógico… Pero con los años se convirtió en un clásico de culto. Hay traducciones al inglés hechas por fans, vídeos en YouTube analizando cada detalle con tono reverente, remakes para móviles en Japón e incluso cameos y homenajes en otros títulos. Se ha convertido en un emblema del antijuego, una pieza arqueológica de lo que ocurre cuando alguien decide usar el medio para sabotear sus propias normas.

Y lo más loco es que, cuando lo juegas hoy, aún funciona. Te desesperas, te frustras, maldices, lo apagas… y luego lo enciendes otra vez, porque hay algo magnético en ese castigo. Porque te está desafiando de verdad, no con enemigos difíciles ni puzles enrevesados, sino con una lógica que te exige desaprender todo lo que sabes sobre videojuegos. Es una bofetada al jugador. Un experimento radical. Una gamberrada de 8 bits con forma de broma privada entre Kitano y los dioses del absurdo.

En una época donde los juegos te llevan de la mano y celebran cada pequeño logro con trofeos y lucecitas, Takeshi no Chōsenjō sigue ahí, carcajeándose desde el pasado, preguntándote si te atreves a pasarlo sin llorar. Y lo más probable es que no puedas. Pero no importa, porque este cartucho, más que jugarse, se sufre. Y en esa tortura está su legado: demostrar que, a veces, el juego más memorable es aquel que te odia con toda el alma.
La tragaperras española Mini Super Fruits

La compañía española de juego y ocio CIRSA se funda en Terrassa (provincia de Barcelona) en el año 1978, de la mano Manuel Lao Hernández, como un pequeño laboratorio con la denominación Compañía Internacional de Recreativos, S. A. —nombre que cambiaría al actual en 1983—, para administrar un negocio de máquinas tipo B (comúnmente conocidas en España como tragaperras).
Sólo un año después, en 1979, la empresa empieza a diseñar y fabricar máquinas de esta clase para el sector de la hostelería en el mercado español, convirtiéndose en poco tiempo en líder nacional, tanto en fabricación como en el área operacional.
En 1981 sale al mercado Mini Super Fruits, una de las tragaperras de sobremesa más famosas y recordadas de CIRSA, ocupando bares y lugares de ocio con su característico diseño de luces y frutas y su recordado soniquete de «If I Were a Rich Man» (del musical de 1964, ‘El violinista en el tejado’) al sacar el premio gordo o especial con las tres manzanas del logotipo de CIRSA.

El microprocesador que montaba era un Intel 8085, muy usado en las maquinas arcade y tragaperras de la epoca. El software residía en tres memorias EPROM 2716 (SMCI2716) de 16 kilobits que, junto con una memoria PROM bipolar usada como decodificador de direcciones y una memoria 256×4 CMOS RAM, constituían el cerebro de la máquina. Del sonido, por su lado, se encargaba el chip PSG AY-3-8910 de tres voces fabricado por General Instrument.
La tragaperras, en lugar de montar los rodillos clásicos, lucía unos visores con lámparas que hacían de la máquina más atractiva, vistosa y moderna para la época. Disponía de dos monederos mecánicos, uno para 5 pesetas y otro para 25 pesetas. El premio gordo era de 500 pesetas (cuando salían los tres logos de CIRSA). El plan de ganancias, en lugar de reflejar la cantidad de dinero correspondiente a cada premio, indicaba el número de monedas de 5 pesetas que pagaba.

La CPU y la placa base se encontraban ubicadas en la puerta trasera. En la parte delantera estaba la marquesina con el plan de ganancias, una fluorescente de 6 vatios para la bandeja del hopper (monedero) y la placa de los visores.
La tecnología usada por CIRSA para los visores de esta máquina, y de algunas otras fabricadas posteriormente (como CIRSA Mini Guay), consistía en unas laminas de plástico transparente con minúsculas muescas formando el dibujo de la fruta. Los cantos de las láminas estaban coloreados de forma que, al ser iluminados con una lámpara de 12 voltios, creaban el efecto puntos de luz, como si fuesen generados por luces led modernas o similares.

Cada figura estaba iluminada por dos lámparas (una para la zona izquierda y otra para la derecha). Unas láminas se alumbraban desde la parte superior y otras desde la parte inferior, por lo que cada visor contenía 14 lámparas para iluminar las 7 figuras.
Mini Super Fruits estaba montada sobre una peana de madera, aunque se podía colocar encima de un mostrador o de una barra de bar. Seguramente, muchos de nosotros así la vimos por primera vez, ya que era uno de los reclamos más novedosos en los lugares de ocio de principios de los ochenta del siglo pasado.

Un invento adelantado a su época: el teatrófono

En el París del siglo XIX, las damas y los caballeros de poder adquisitivo elevado vestían sus mejores galas para acudir a fastuosas representaciones de teatro e imponentes óperas de orondas sopranos. Ellos con pantalones de trabillas, ajustadas levitas, zapatos de charol, chistera y bastón; ellas con blusas de cuello alto con encajes, corsés, amplias faldas de vuelo holgado con faralaes, botines de tacón y tocado o sombrero. La más alta representación de la más alta sociedad pudiente.
Sin embargo, los menos adinerados, aquella gente de estofas más bajas, no disponían de posibles para poder acudir a estos actos sociales. Aquello trajo de cabeza durante muchos años al ingeniero francés Clément Ader, que no podía entender por qué la cultura sólo podía estar al alcance de unos pocos, y no de todo el pueblo. Este hombre habría sido el perfecto pirata en el siglo de las comunicaciones 2.0.
Preocupado por la instrucción de sus contemporáneos, en 1881 presentó en París un sistema al que bautizó como teatrófono (théâtrophone en francés). Consistía en una serie de procedimientos tecnológicos del momento que permitían escuchar una ópera o una obra teatral cómodamente sentado en casa, a través de las líneas telefónicas y en tiempo real. La presentación fue todo un éxito.

Ader colocó frente al escenario 80 transmisores telefónicos, creando así una forma de sonido estereofónico binaural u holofónico, esto es, sonidos diseñados para generar sensación de tridimensionalidad en el cerebro, haciendo creer a los escuchadores estar inmersos en el propio ambiente del recinto teatral. Los transmisores enviaban la señal a una estación secundaria instalada en el propio teatro y, desde allí, se remitía a un gigantesco concentrador que se asemejaba a una centralita telefónica de las de entonces, donde señoritas sentadas frente a paneles conectaban y desconectaban clavijas como locas.

Ader colocó frente al escenario 80 transmisores telefónicos, creando así una forma de sonido estereofónico binaural u holofónico, esto es, sonidos diseñados para generar sensación de tridimensionalidad en el cerebro, haciendo creer a los escuchadores estar inmersos en el propio ambiente del recinto teatral. Los transmisores enviaban la señal a una estación secundaria instalada en el propio teatro y, desde allí, se remitía a un gigantesco concentrador que se asemejaba a una centralita telefónica de las de entonces, donde señoritas sentadas frente a paneles conectaban y desconectaban clavijas como locas.