‘El desafío de Takeshi’: el videojuego que te odiaba (y se burlaba de ti)

En el nicho oscuro donde se dan la mano lo vintage, lo raro y lo directamente demencial, habita un cartucho maldito que, si algún día lo encuentras en un mercadillo japonés cubierto de polvo y desprecio, deberías conservar como si fuera una pieza de museo.
Nos referimos a Takeshi no Chōsenjō (タケシの挑戦状), que podríamos traducir como El desafío de Takeshi, un videojuego lanzado en 1986 para la Famicom, la versión japonesa de nuestra querida NES, y que fue parido por Taito con la colaboración —y esto es clave— del actor, director, comediante y azote cultural japonés Takeshi Kitano, también conocido como Beat Takeshi. Lo que parecía una alianza entre celebridad y desarrolladora se convirtió en un sabotaje premeditado contra el jugador. Tú y yo.
Takeshi Kitano, una figura que por entonces ya era omnipresente en la tele japonesa, tuvo una idea clara cuando se sentó con los programadores: «vamos a hacer un juego que no sea divertido, sino que sea un asco». Y no era una metáfora ni una provocación creativa. Literalmente quería que el juego fuese un suplicio. Y vaya si lo consiguió, porque El desafío de Takeshi (que en inglés fue, formalmente, The Ultimate Challenge from Beat Takeshi) no se juega, se sobrevive.
Es, sin exagerar, una especie de castigo interactivo, una travesía por el sinsentido, una sátira salvaje de los videojuegos cuando apenas empezaban a definirse como medio cultural. Aquí no hay princesas que rescatar ni mundos mágicos. Aquí hay un asalariado japonés hastiado de la vida que decide —porque sí— dejarlo todo para ir en busca de un tesoro en una isla remota. Pero no esperes que eso signifique aventura. Aquí lo primero que tienes que hacer es renunciar a tu trabajo, divorciarte de tu esposa y abandonar a tus hijos. No es opcional: si no lo haces, te quedas atascado. El juego te exige que dinamites tu vida para poder empezar la partida, una metáfora tan deprimente como realista, vista con los ojos de un salaryman de los años ochenta atrapado en una sociedad rígida y agotadora.

Y si crees que eso es lo más raro que vas a leer, espera. Llega un momento en el que tienes que cantar. Cantar de verdad, usando el micrófono del mando 2 de la Famicom, ese que la mayoría de los jugadores ni sabía que existía. Y si no cantas —porque, claro, nadie te dice que hay que hacerlo— simplemente no pasa nada. Te quedas atrapado para siempre. Lo mismo ocurre cuando, más adelante, debes quedarte una hora entera sin tocar ningún botón. Una hora real, de tiempo real; sesenta minutos. Nada de poner pausa o dejarlo en marcha. Tienes que mirar la pantalla en silencio y, si pulsas algo, aunque sea por accidente, vuelta al principio. Es el equivalente digital de la meditación zen forzada, pero con una pizca de sadismo.
Pero la demencia no termina ahí. El juego está plagado de decisiones incomprensibles, carteles que si los interpretas mal te matan al instante, minijuegos de avionetas imposibles, combates callejeros con controles de pesadilla, pistas sin ningún tipo de lógica y pasos obligatorios que parecen diseñados para hacerte sentir estúpido. Hay una parte en la que puedes morir simplemente por hablar con una persona en el orden incorrecto. Todo esto forma parte de un plan maestro de Kitano: hacer que el jugador se cuestione su existencia.

Y, sin embargo, hay una coherencia escondida en el caos. Porque si conoces a Kitano, entiendes que este juego no es un error. Es una declaración de intenciones. En los años 80, Takeshi era una especie de genio del entretenimiento agresivo. Fue el creador de Takeshi’s Castle, el programa que en España conocimos como Humor amarillo, ese monumento al dolor físico retransmitido con chistes malos en doblaje superpuesto improvisado. En ese programa, cientos de concursantes eran golpeados, lanzados, empapados y humillados mientras Kitano se reía desde su trono de cartón piedra. El desafío de Takeshi es eso mismo, pero en forma de videojuego. Tú eres el concursante. Él es el que se ríe.
Por eso el título ha sobrevivido. En su día fue masacrado por la crítica japonesa: a nadie le gustó, era injugable, frustrante, ilógico… Pero con los años se convirtió en un clásico de culto. Hay traducciones al inglés hechas por fans, vídeos en YouTube analizando cada detalle con tono reverente, remakes para móviles en Japón e incluso cameos y homenajes en otros títulos. Se ha convertido en un emblema del antijuego, una pieza arqueológica de lo que ocurre cuando alguien decide usar el medio para sabotear sus propias normas.

Y lo más loco es que, cuando lo juegas hoy, aún funciona. Te desesperas, te frustras, maldices, lo apagas… y luego lo enciendes otra vez, porque hay algo magnético en ese castigo. Porque te está desafiando de verdad, no con enemigos difíciles ni puzles enrevesados, sino con una lógica que te exige desaprender todo lo que sabes sobre videojuegos. Es una bofetada al jugador. Un experimento radical. Una gamberrada de 8 bits con forma de broma privada entre Kitano y los dioses del absurdo.

En una época donde los juegos te llevan de la mano y celebran cada pequeño logro con trofeos y lucecitas, Takeshi no Chōsenjō sigue ahí, carcajeándose desde el pasado, preguntándote si te atreves a pasarlo sin llorar. Y lo más probable es que no puedas. Pero no importa, porque este cartucho, más que jugarse, se sufre. Y en esa tortura está su legado: demostrar que, a veces, el juego más memorable es aquel que te odia con toda el alma.
Debeia hacer un juego así, para reírme de la elite del msx, maricones de mierda